Postuló, junto a Darwin, la Teoría de la Evolución
"La firma de todas las cosas" (Editorial Suma de Letras, 2013), es el último y esperado libro de Elizabeth Gilbert. Su celebérrimo "Come, reza, ama" me resultó estimulante, en su momento, y prometedor, a pesar del molesto tufillo "Nueva Era" que desprendía en según qué pasajes. Esto y su más que correcto estilo literario fueron razones suficientes para que una lectora compulsiva, sin escrúpulos ni luces, como una servidora, :-) mordiera el anzuelo que la poderosa maquinaria del marketing editorial agitó malévolamente ante su nariz.
"La firma de todas las cosas" nos traslada al siglo XIX, un periodo fascinante, burbujeante de ideas rompedoras que desafiaban todas las ortodoxias. Un tiempo en el que la Revolución Industrial estaba en pleno auge y las viejas estructuras se empezaban a resquebrajar con un crujido liberador, dejando grietas en el tejido de la Historia por donde empezó a entrar una bienhechora ráfaga de aire fresco. El mundo se reinventaba a sí mismo. En este nuevo siglo de las luces, Alma Whittaker, una mujer botánica, fuerte y tenaz, dedica la mayor parte de su vida al estudio de los musgos... Sus aventuras y desventuras arrastran al lector de un lado a otro del globo, recalando a veces en bellos paisajes exóticos que Gilbert describe con indudable maestría.
Se nos presenta a la señora Whittaker como un ejemplo arquetípico del pensamiento racionalista/cientifista... Casi un cliché. Y se nos promete, al menos en la sinopsis de la contraportada, que toda la obra será una apasionante revisión de estos dos modos antagónicos de entender el mundo, el fisicalista y el idealista, proponiéndonos algo así como la creación de un puente que, aunque algo quebradizo, con un poco de empeño y buena voluntad, podría extenderse entre ambos. En principio, se supone que la intención última de esta obra es la invitación a ese encuentro entre ambas posturas.
Pero, en mi humilde opinión, Gilbert yerra el tiro. Al libro le sobran páginas, le faltan diálogos, le sobran escenas de sexo explícito (esto, lo sabemos por los últimos éxitos editoriales, tiene su público y tanto los escritores como los editores lo tienen muy en cuenta), pero, sobre todo, le sobran musgos, semillas, descripciones, repeticiones, nomenclaturas en latín y datos científicos sobre botánica que a la mayoría de la gente le traen al pairo, por muy atractivo que el tema les resulte a los profesionales de esta disciplina. Sea como fuere, es fácil suponer y valorar el ímprobo esfuerzo que habrá supuesto para la autora recabar toda esa ingente información. Valorado queda.
En un punto de la narración, Gilbert renuncia un instante a su proverbial elegancia para hacer proferir a la protagonista la blasfemia más barroca, sucia e innecesaria que he oído jamás, y he oído muchas (esto encantará a los ateos y disgustará a los creyentes). Mientras, en otros puntos, nos insinúa la existencia de un mundo inasible de "espíritus desencarnados" en términos bastante confusos (esto encantará a los creyentes y disgustará a los ateos). En resumen, el libro no pasa de ser uno de esos productos comerciales concebidos para contentar a unos y otros, pero que, a la postre, sólo consigue incomodar a todos. Son los gajes del oficio y de intentar ser ecuánime a toda costa.
A mí me ha aburrido soberanamente, pero, para gustos, los colores. No permitan que mi opinión les condicione y léanlo.
De todos modos, si tuviera que salvar algo, aparte del indiscutible talento literario de la autora, sería su noble esfuerzo por rescatar del olvido la figura de Alfred Russel Wallace:
Hacia el final de su larga vida, Alma Whittaker se encuentra con este hoy casi desconocido naturalista británico que descubrió la teoría de la Evolución al mismo tiempo que Darwin (de hecho, fue llamada en sus inicios la Teoría de Darwin-Wallace), a quien unía una sincera amistad, hasta tal punto que fue él quien animó al primero a hacer pública su innovadora tesis sobre la evolución. Darwin y Wallace eran buenos amigos, pero, en mi opinión, desde una perspectiva puramente humana, Wallace era un hombre mucho más complejo e interesante que el autor de "El origen de las especies".
Biólogo, geógrafo, antropólogo, botánico, político... Russel Wallace, que al contrario que Darwin, procedía de un hogar humilde, era lo que hoy llamaríamos un "antisistema". Un auténtico revolucionario, iconoclasta, pacifista, activista incansable por los derechos de los obreros y de las mujeres, antimilitarista, creyente a su manera, pero intransigente con los abusos de los poderes eclesiásticos, pionero del movimiento ecologista... Su fervor le llevó a defender a ultranza tanto las causas más justas y razonables como las más rocambolescas, pero siempre impulsado por el mismo anhelo: la búsqueda infatigable del conocimiento y la verdad.
Era brillante, carismático, audaz y bondadoso, y, por si todo esto fuera poco, además, dicen, era un perfecto caballero inglés :-) Un hombre, en fin, extraordinario, totalmente anulado para la Historia por el peso de la sombra de Charles Darwin.
Y, sin embargo, era Darwin -de carácter más apocado o "sosito", como diríamos aquí :-))- quien se sentía en cierto modo "anulado" por Wallace. Valga como ejemplo esta anécdota: Wallace y Darwin mantuvieron una fértil relación epistolar durante muchos años. En cierta ocasión, Wallace escribió a su insigne amigo planteándole sus dudas y reflexiones acerca del enorme abismo que existe entre el ser humano y los animales (un abismo evidente que los cientifistas actuales procuran reducir a toda costa, a pesar de la contradicción que implica mantener esa actitud negativista). Darwin, que no había contemplado este "pero", estuvo de acuerdo, admitió que se sintió muy desasosegado debido a este asunto y contestó:
Como veníamos diciendo, hacia el final de su vida, Alma Whittaker, la protagonista de "La firma de todas las cosas", que aceptó con entusiasmo la recién publicada teoría de la Evolución, invita a su casa al señor Wallace. Whittaker también se siente desasosegada, pues no comprende cómo la nueva teoría podría explicar el altruismo y la compasión que muchas personas sienten de forma natural hacia los débiles, los enfermos o indefensos. No entiende, explica, cómo una mujer puede, sin premeditación alguna, lanzarse a un río caudaloso para salvar al bebé de una vecina, o a un perro herido, arriesgando su propia vida, como ella misma vio hacer en alguna ocasión. Esto no lo explica la teoría de Darwin y su "lucha por la supervivencia de los más fuertes" y así se lo indica a Wallace, entablándose entre ambos un fecundo diálogo del que extraigo los siguientes párrafos. Comienza hablando Wallace:
"Creo que la evolución explica casi todo acerca de nosotros y, sin duda, creo que explica absolutamente todo sobre el resto del mundo natural. Pero no creo que la evolución por sí misma baste para explicar la excepcional conciencia humana. No existe ninguna necesidad evolutiva, ¿sabe?, para que tengamos esta aguda sensibilidad intelectual y emocional. No existe una necesidad práctica que justifique nuestros cerebros. No necesitamos una mente capaz de jugar al ajedrez, señora Whittaker. No necesitamos una mente capaz de inventar religiones o discutir sobre nuestros orígenes. No necesitamos una mente que nos haga llorar en la ópera. De hecho, no necesitamos la ópera..., ni la ciencia ni el arte. No necesitamos la ética, la moral, la dignidad ni la abnegación. No necesitamos cariño ni amor..., ciertamente no en la medida en que lo sentimos. En cualquier caso, nuestra sensibilidad puede ser un lastre, ya que nos lleva a sufrir una tremenda angustia. Así que no creo que el proceso de la selección natural nos diera estos cerebros..., aunque creo que sí nos dio estos cuerpos y casi todas nuestras facultades. ¿Sabe por qué creo que tenemos estos cerebros extraordinarios?... Le voy a decir por qué tenemos estas mentes y almas tan extraordinarias. Las tenemos porque hay una inteligencia suprema en el universo que desea comunicarse con nosotros. Esta inteligencia suprema desea ser conocida. Nos llama. Nos acerca a su misterio y nos concede estas mentes privilegiadas para que salgamos en su búsqueda. Quiere que la encontremos. Quiere que nos unamos a ella más que ninguna otra cosa..."
Invitamos al lector a consultar "La mente de Dios. La base científica para un mundo racional" del físico Paul Davies y "La teoría de Dios. Universos, campos de punto cero y qué hay detrás de todo esto" del astrofísico Bernard Haisch para un análisis más pormenorizado de esta hipótesis que adelantó Wallace.
Unos párrafos más adelante, la señora Whittaker pregunta a su invitado qué pensaba su amigo Charles Darwin (a la sazón ya fallecido) cuando él le exponía estas ideas:
"- Oh, no le gustaba en absoluto, señora Whittaker. Se sentía consternado cada vez que yo lo mencionaba. Decía: '¡Maldita sea, Wallace...! ¡No puedo creer que traigas a Dios a esta conversación!'
-¿Y qué respondía usted?
-Intentaba explicarle que no había mencionado la palabra Dios. Era él quien usaba esa palabra. Yo sólo decía que existe una inteligencia suprema en el universo que aspira a unirse a nosotros. Creo en el mundo de los espíritus, señora Whittaker, pero jamás emplearía la palabra Dios en una discusión científica. Al fin y al cabo, yo soy ateo".
Para saber más:
Wallace Online (Inglés)
Wallace en Facebook (Inglés)
En National Geographic. "The man who wasn't Darwin" (El hombre que no era Darwin)
Apenas he podido encontrar nada en español, algo que, a estas alturas, no me sorprende en absoluto, pero pueden seguirle el rastro en este exhaustivo ensayo, del que sólo puedo dejar la reseña:
"Wallace: el explorador de la Evolución" de José Fonfria.
Otro ensayo, más breve, pero completo, en formato pdf.
"La extraordinaria vida de Alfred Russel Wallace"
En el artículo "Cien años sin Wallace. Los libros de Alfred Russel Wallace en España", el biólogo Xavier Belles critica el injusto olvido que se cierne sobre la obra del gran naturalista.