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La pregunta de Leibniz y los múltiples mapas de la realidad

los mapas de la realidad dios y la ciencia


Cedemos la palabra al físico Antonio Fernández-Rañada, catedrático de la Facultad de Física de la Universidad Complutense de Madrid. Como siempre, los incisos en gris son nuestros:

       El cientifismo ha arraigado muy profundamente, instalándose en toda la cultura una visión unilateral del mundo y de la misma ciencia. Actitud más que doctrina, puede tomar muchas formas distintas, pero coincidentes todas en una primera afirmación rotunda y radical: el único conocimiento válido es el conocimiento científico. Los demás son sólo aceptables en cuanto coincidan con aquél. En sus versiones más fuertes, el cientifismo sostiene además otras dos seguridades: Una, todos los problemas se pueden resolver y todas las preguntas pueden ser contestadas gracias a la aplicación adecuada del método científico. Otra, como el único conocimiento real se basa en la ciencia, deben ser los expertos, especialistas en las ciencias particulares, quienes dirijan los asuntos públicos, directamente, o como consejeros de los gobernantes, porque sólo ellos pueden plantear y resolver correctamente los problemas de las sociedades.

     Inevitablemente se llega así a la tiranía de los expertos, cuyas opiniones sólo pueden ser rebatidas por sus pares, los únicos capaces de comprender lo que son realmente las cosas y definirlo todo, incluso el significado de lo bello, lo bueno, lo justo o, simplemente, lo correcto. Y, como conviene que la opinión pública esté dirigida por quienes saben, deben ser ellos quienes fijen los criterios éticos que acaben siendo aceptados por una sociedad entregada al prestigio de la ciencia.


     En la segunda mitad del s. XX se iniciaron varios movimientos intelectuales de reacción contra la ciencia, tras reflexionar hacia dónde nos había llevado su -mal- uso (proliferación de armas nucleares, guerra fría, etc.) Algunos comenzaron a proclamar el fin de la Modernidad, afirmando incluso que la razón ya no sirve para resolver los problemas del planeta y que debemos buscar otra cosa para sustituirla. 


     Rodeados de problemas de una magnitud impensable hasta no hace mucho y de intereses contrapuestos, dos bandos discuten hoy exaltadamente. Me refiero a los detractores de la racionalidad y la búsqueda de soluciones científicas, por un lado, y los defensores de la ciencia como guía principal por otro. Como consecuencia, observamos una fractura social entre quienes confían con entusiasmo en la ciencia y quienes la rechazan como el saber críptico de una casta cerrada.
 

La pregunta de Leibniz*

     Uno de los postulados básicos del cientifismo es la capacidad de la ciencia para explicar absolutamente todo, sin salirse de la lógica de la materia: o sea, que el mundo exterior -lo que vemos y oímos, con nuestros sentidos o con instrumentos que los ayudan-, y el interior -lo que sentimos, pensamos e imaginamos-, es explicable en su totalidad mediante la aplicación de la lógica y la matemática al 'movimiento de los átomos en el espacio vacío', tal como creía Demócrito*. Si es así, cualquier pregunta sugerida por el comportamiento de las cosas del mundo llegará irremediablemente a ser respondida de manera comprobable de forma experimental en términos de las leyes de la física o de las demás ciencias. No habrá en ese caso ningún misterio permanente, sólo algunas cuestiones aún no reducidas a un esquema lógico-matemático, pero su número se reduce y llegará a cero algún día.

     Ciertamente, la ciencia ha contestado ya a muchas preguntas importantes: ¿cómo se mueve el sistema solar?, ¿cómo se producen ciertas enfermedades?, ¿cómo aumentar la producción del trigo?... Pero, ¿podría contestar a todas?, por ejemplo, ¿es mejor Bach o Mozart?, ¿debe existir la pena de muerte?, ¿por qué me emociona esta canción y aquella no?, ¿merece la pena vivir?... Sin duda la ciencia puede ayudar a contestarlas en algunos casos, pero ¿puede hacerlo ella sola?


     Los cientifistas están convencidos de que sí, porque creen que la ciencia ofrece el único conocimiento verdadero. Pero, como en la aceptación de las pruebas de la existencia de Dios por los creyentes, hay aquí un cierto salto emocional y una circularidad, pues, ¿qué significa conocimiento verdadero?

     
(Aunque es obvio, resumimos en una frase en qué consiste este argumento circular: "La Ciencia es el único conocimiento verdadero porque lo dice la Ciencia" :-))

     Se consigue una primera aproximación al problema al constatar que la ciencia responde a la pregunta 'cómo', no a la pregunta 'por qué'. Las teorías científicas describen cómo se comporta el mundo, incluyendo el hombre, pero no dicen por qué lo hace así, es decir, cuál es la causa de que la naturaleza obedezca ciertas leyes y no otras. Ya Newton* se dio cuenta de ello al enunciar su teoría de la gravitación universal. Admitiendo que dos cuerpos se atraen siempre con una fuerza directamente proporcional al producto de las masas e inversamente al cuadrado de su distancia, le fue perfectamente posible describir el movimiento de los planetas, probando que debería seguir órbitas elípticas en completo acuerdo con las observaciones. Pero, ¿por qué se atraen de ese modo? Newton dedicó mucho tiempo a este por qué, sin encontrar ni un atisbo de respuesta, siendo esta la razón de su famosa frase en el Escolio General de los Principia, cuando, tras explicar su sistema del mundo, dice:


     'Hasta aquí he expuesto los fenómenos de los cielos (...) pero todavía no he asignado causa a la gravedad (...) No he podido todavía deducir, a partir de los fenómenos, la razón de estas propiedades de la gravedad y yo no imagino hipótesis'.


     Esta pregunta de Newton sigue hoy sin respuesta: sabemos muy bien cómo opera la gravedad, especialmente tras la relatividad general de Einstein, pero por qué lo hace así (¿por qué se atraen los astros?) sigue siendo un misterio: el tiempo transcurrido no nos ha acercado ni un ápice a entenderlo. Pero ocurre que los científicos, por un abuso del lenguaje comprensible, usan a menudo 'porque', en el sentido de 'como' y esto confunde la cuestión.


     En contra de lo que se suele suponer, la ciencia hace continuamente actos de fe, los llamados principios. Por ejemplo, el principio de relatividad, el de homogeneidad del espacio y del tiempo, el de conservación de la energía... Se trata de afirmaciones fundamentales en acuerdo con la experiencia, al menos hasta ahora, que no puede deducirse de otras más fundamentales aún en las que se basta todo el edificio conceptual. De vez en cuando se refuta alguna y hay que cambiarla o matizarla, pero, mientras estén en vigor, se cree en ellas, no se prueban. Nadie ha contestado nunca, ni creo que lo haga en el futuro, a la pregunta de por qué son válidos esos principios. Simplemente lo son.


     Uno de los métodos usados en matemáticas para refutar un teorema general consiste en buscar un contraejemplo, es decir, un caso particular de incumplimiento de lo afirmado. Si alguien asegura tener la prueba de que se verifica siempre una cierta propiedad A, bastará para refutarle con encontrar un sólo caso -el contraejemplo- en que no se cumpla A. Así, ante la aseveración 'todos los triángulos sobre la superficie de la Tierra tienen la propiedad de que la suma de sus tres ángulos vale 180 grados', se puede probar que es falsa sin más que encontrar uno, sólo uno, cuyos ángulos sumen una cantidad distinta. Para ello basta con señalar tres puntos en una esfera terrestre -Moscú, Nueva York y Buenos Aires, por ejemplo- y medir los ángulos del triángulo que forman, comprobando que su suma es superior, no igual a ciento ochenta grados.


     Viene esto a cuento porque la afirmación cientifista de que es posible contestar a todas las preguntas tiene un contraejemplo en la famosa pregunta que hizo Leibniz*: '¿Por qué existe algo y no más bien nada?', que el filósofo alemán Martin Heidegger* expresaba así: '¿Por qué existe en absoluto el ente y no más bien la nada?', ante lo que llamaba 'el milagro de los milagros'.


     Es evidente que resulta imposible contestar a esa súper-pregunta, o pregunta súper-última, como ha sido llamada (Martin Gardner*). Desde luego, la ciencia nunca podrá hacerlo porque se basa siempre en la existencia anterior del mundo, como una hipótesis implícitamente aceptada. Incluso los intentos actuales de hacer que el universo sea el creador de sí mismo, surgiendo de la nada, tampoco responderían a esa pregunta, porque usan una 'nada' que no es tal por estar dotada de potencialidades creadoras que hay que suponer previas (es decir, un 'vacío cuántico' que, aunque incluya la palabra 'vacío', no lo es, por tanto no puede equipararse a la nada. Clic AQUÍ, para una ampliación de este punto).


     La pregunta va dirigida realmente a todas las cosas que forman el cosmos, aunque la sintamos como más vital cuando se refiere a nosotros mismos. Sin duda, innumerables personas se han preguntado en algún momento por qué existen, pudiendo no hacerlo, y por qué pueden reflexionar sobre ello. Una primera contestación se refiere a sus padres como agentes inmediatos de su existencia, pero eso no resuelve nada porque surge al instante la pregunta de por qué existen los padres y luego los abuelos, en una cadena que no puede seguir más allá de cuatro mil seiscientos millones de años, la edad de la Tierra. Muchos se sienten satisfechos con decir 'la vida surgió porque la materia tiene capacidad de crearla', pero, ¿por qué tiene esa capacidad?, la misma pregunta de Newton respecto a la causa de la gravitación. Y no hay respuesta, porque entre la nada y el ser no hay ninguna transición inteligible...


     La súper-pregunta de Leibniz pone un alto obstáculo ante la pretensión de ser capaz de responder a todas las preguntas y de construir una teoría final, completa y consistente de la realidad del mundo. Pero hay aún otro más difícil: el teorema de Gödel*.


     El gran matemático alemán David Hilbert* intentó desarrollar un método para la resolución de todos los problemas de matemáticas, sin que ninguno pudiese escapar a su aplicación... Décadas más tarde, el joven matemático Kurt Gödel echó por tierra las esperanzas de Hilbert con un famoso teorema según el cual todo sistema formal de axiomas y reglas de procedimiento a partir del nivel de complejidad de la aritmética elemental, incluye necesariamente afirmaciones -perfectamente dotadas de sentido- que no se pueden probar ni refutar desde dentro del sistema. Se dice que la verdad de tales afirmaciones son indecidibles. Tomemos la paradoja del mentiroso, ya estudiada por los griegos, consistente en saber si la proposición 'Esta frase no es cierta' es verdadera o falsa. En los dos casos hay una contradicción, pues si la suponemos verdadera, resulta falsa, y al revés... Algunos dicen que tal contradicción no tiene importancia porque las proposiciones indecidibles carecen de interés práctico. Sin embargo, esta postura pragmática sirve sólo para salir momentáneamente del atolladero, pues la relación entre verdad y prueba es demasiado importante para ignorar que la misma idea de razonamiento es afectada por la mera existencia de tales proposiciones indecidibles. Pues una de ellas es la que afirma la consistencia del sistema: o sea, que la ausencia de contradicción es indemostrable. Ciertamente, una ciencia experimental puede vivir y avanzar a pesar de ello, pero nunca podremos asegurar que no llegará a contradecirse a sí misma y por eso su validez descansa sobre un acto de fe que no tiene valor absoluto.


     Muchos opinan que Gödel es uno de los gigantes intelectuales del siglo XX, y que su teorema es uno de los resultados más importantes de la historia de la ciencia. Presenta un fuerte obstáculo a las esperanzas de lograr una teoría final y definitiva de la naturaleza. Esto es así, porque una tal teoría debe tener un alto nivel matemático y contar con un sistema bien definido de axiomas y reglas de aplicación, por lo que siempre habría afirmaciones indecidibles -o, dicho de otro modo, preguntas incontestables- , expresables en el lenguaje del sistema, pero que sólo pueden ser respondidas desde un conjunto más amplio de axiomas. Por ello, una teoría final necesitaría una jerarquía infinita de sistemas formales de complejidad creciente, sin que ninguno pudiera servir de base a la estructura global.


       El filósofo Karl Popper* lo expresa así:

'Toda explicación puede ser más explicada aún por una teoría o conjetura de mayor grado de universalidad. No puede haber ninguna explicación que no necesite de una explicación ulterior".

      Por ejemplo, nadie podrá escribir una lista de postulados y asegurar luego que toda la matemática se deduce de ellos, no importa lo larga que sea, incluso si se necesitase para escribirla todo el papel de la Tierra. Por ello, y como la ciencia absoluta tendría que ser infinita, es necesariamente inalcanzable e imposible para seres limitados como somos los hombres. Hay así una contradicción lógica en la misma idea de teoría final, como la habría si predijese que dos más dos son cuatro y cinco a la vez.

     El teorema de Gödel produjo un cambio espectacular en la filosofía de las matemáticas y en la confianza en conseguir alguna vez verdades absolutas. Bertrand Russell* afirmaba en 1901: 'El edificio de las verdades matemáticas se mantiene inconmovible e inexpugnable ante los proyectiles de la duda cínica', pero en 1959 decía: 'La espléndida certeza que siempre había esperado encontrar en las matemáticas se perdió en un laberinto desconcertante'.


Hay muchos mapas de la realidad

Los fundamentalistas religiosos y los ateos militantes tienen algo en común: creen que toda la geografía del mundo cabe en un solo mapa. El de una interpretación intransigente de un libro sagrado o el de los datos de una ciencia excluyente y totalizadora. Sin embargo, cuando miramos alrededor, nos asalta de inmediato la complejidad de las cosas, siempre enredadas en una intrincadísima maraña de conexiones causales... ¿Cómo puede bastar con un solo mapa?... 

     La ciencia es tan poderosa porque ha sabido extraer su fuerza de los límites humanos. Cuando los griegos empezaron a preguntarse racionalmente por el mundo, pretendían captar lo que de verdad son las cosas, desde los átomos a los astros, pasando por nuestras mentes, el lenguaje o la belleza. Empeño vano, porque poco puede hacer el hombre, prisionero en este rincón del universo llamado Tierra, estorbado en su razonar por pulsiones y deseos, incapaz de llegar a la 'cosa en sí'. Poco, salvo estrellarse contra la barrera de las apariencias, tras la que se oculta obstinadamente la realidad, como nos advierte Platón en su mito de la caverna.

     Si un obstáculo corta el camino, hay dos alternativas, seguir intentando tozudamente pasar por encima o buscar otra carretera. La filosofía hizo lo primero; la ciencia, lo segundo. Porque los impulsores de la revolución científica en el s. XVII, en vez de continuar en su intento de ir al fondo de las cosas, pretensión imposible por desaforada, se contentaron con afrontar una clase de problemas de la realidad: los susceptibles de descripción cuantitativa. Lo que se puede medir y calcular y ser reducido a números. Por eso, cuando Galileo dice: 'El libro de la naturaleza está escrito con caracteres matemáticos y sus letras son triángulos, círculos y otras figuras geométricas', no estaba tanto definiendo cómo es el mundo cuanto acotando una parcela propia para concentrarse en ella. Al precio de abandonar una región más vasta se reservaba una zona segura, analizable gracias a ese poderoso instrumento que se obtiene de combinar las matemáticas y el experimento. Por eso la ciencia moderna nace de una renuncia fecunda.


     Lo cuantitativo tiene una enorme ventaja práctica: puede simplificarse. Y por eso la ciencia se dedica desde entonces a hacer simple el mundo, eliminar aspectos que estorban su análisis, prescindir de unos elementos, aproximar éstos, modificar aquéllos. Supone a los cuerpos con las formas geométricas más sencillas o que están aislados del resto del universo. Por eso, la ciencia describe un mundo ideal, parecido al real, sí, pero sin muchos de sus elementos. (Suponemos que es algo parecido a lo que hace el dibujante en las primeras fases de un dibujo: reducir el modelo a formas simples, círculos, cuadrados, para, a partir de ahí, realizar el dibujo definitivo. Decidir, sin embargo, que esas formas simples iniciales 'son' el dibujo definitivo es la falacia en la que caen los cientifistas, correspondiendo en la analogía el boceto inicial de formas simples a la 'realidad' parcial mostrada por la ciencia, y el dibujo definitivo a la realidad completa).


     Tomemos el sistema solar en el que nueve planetas y el Sol interactúan. En vista de los grandes éxitos de la astronomía, puede causar asombro que nadie sepa cómo resolver de manera exacta las ecuaciones de Newton que describen su movimiento. Más aún, nadie ha podido probar que el sistema sea estable, o sea, que los planetas sigan haciendo siempre lo mismo, recorriendo monótonamente sus órbitas. Alguno de ellos podría acabar siendo expulsado del conjunto, aunque sí podemos decir que eso no ocurrirá antes de millones de años. Pues, si bien se puede hallar la evolución exacta de un sistema de dos astros, es imposible hacerlo si hay tres o más. Cabe recurrir a aproximaciones válidas en períodos que pueden ser largos, pero siempre finitos.


     Es sorprendente que, a pesar de ese cúmulo de idealizaciones, el esquema funcione y lo haga tan bien. Pero, no debemos olvidarlo, ninguna teoría científica tiene validez universal, todas pueden aplicarse sólo dentro de un cierto ámbito de espacio, tiempo y  complejidad. Así, la mecánica de Newton tiene sus límites. No funciona si las velocidades son muy grandes, si la gravedad es muy intensa o si los cuerpos son muy pequeños, casos en que debe sustituirse por la relatividad especial, la relatividad general o la física cuántica, respectivamente. A su vez, hay ahora indicios muy fuertes de que al menos una de las dos últimas necesita una modificación. Por eso, el hecho de que una teoría sea simple no debe considerarse nunca como una prueba de que el universo lo es.


     Una analogía puede ayudar a comprenderlo. Suponer que la Tierra sea plana no es mala cosa si sólo estamos interesados en una porción pequeña de su superficie, porque su plano tangente* sólo se diferencia apreciablemente de la forma esférica a distancias grandes, de más de cincuenta kilómetros, por ejemplo. Pero, si queremos apreciar su globalidad, ningún mapa plano puede representar sin distorsiones toda la superficie terrestre. Éste es el problema de la proyección cartográfica -cómo representar una esfera en un plano- que hace que Groenlandia aparezca deforme en un planisferio, mucho mayor que Australia, a pesar de ser más pequeña. Algo parecido ocurre con una escultura, el Moisés de Miguel Ángel, por tomar otro ejemplo. No cabe duda de que cada porción suficientemente pequeña de su superficie (digamos de un milímetro cuadrado o aún menor) se puede ajustar muy bien con su plano tangente. Pero el conjunto de los planos así elaborados no dice nada de la profundidad y el relieve del Moisés. Cada uno de ellos corresponde aquí a una teoría en la parcela de la realidad en la que es aplicable.


     (*Explicado de forma sencilla, un plano tangente, sería una superficie ideal totalmente plana respecto a una esfera -o cualquier otra superficie curva, como la del Moisés de Miguel Ángel-. Si el plano tangente toca esa esfera sólo podrían hacer contacto en una superficie muy pequeña. Enlazo un esquema por si les resulta de ayuda para entender la analogía de Fernández-Rañada a quienes no estén familiarizados con estos términos. En ese dibujo, el plano tangente sería la superficie azul).


     El reduccionismo de la ciencia del siglo XX ha conseguido éxitos formidables, a base de idealizar la realidad -representando, con más exactitud cada vez, regiones cada vez menores de la piel del Moisés-. Pero debemos tener cuidado, pues la omisión de algunos aspectos de la realidad puede dejarnos una inexpresiva estatua plana como reconstrucción del Moisés, perdiendo todo el genio de Miguel Ángel. 


     Hemos encontrado dos imposibilidades probadas por la ciencia del siglo XX. El principio de incertidumbre de Heisenberg* -(resumiendo) cuanto más sepamos de una mitad del mundo, menos sabremos de la otra mitad-, y el teorema de Gödel* -(explicado más arriba) una teoría dada por un sistema formal de axiomas y reglas de conocimiento, como suelen ser las de la física, no puede ser completa y consistente a la vez-.

     Conviene que ampliemos la analogía, admitiendo, además de los mapas científicos, los que preparan las otras aproximaciones a la realidad, el arte, la historia, la literatura, la filosofía o la religión. Al hacerlo, se confirma la hipótesis de que a la realidad le ocurre como a la superficie de la Tierra: es imposible representarla con un solo plano sin fuertes distorsiones. Los que aportan todas esas disciplinas son muy distintos unos de otros, como ocurre con los muchos que se usan en geografía, mapas físicos, políticos, históricos, demográficos, mineros, meteorológicos... Algunos tienen detalles que no aparecen en los demás, unos se refieren a regiones reducidas, otros abarcan territorios extensos sin dar pormenores; cada aspecto de la realidad se ve mejor en uno de ellos. Pero ninguno es exhaustivo. Para entender a fondo lo que pasa, hay que estudiarlos todos.


      Es imprescindible entender bien la relación entre la ciencia y los demás elementos de la cultura, sin cuya coordinación estamos abocados al desastre. Resolver los aspectos científicos -cómo producir más alimentos o curar el sida o descubrir cuáles son los procesos químicos que provocan el agujero de ozono, por ejemplo- puede no servir de nada si no se atacan a la vez problemas de índole social, económica o cultural... A causa de esto, el arma más poderosa para su estudio es el espíritu de sutileza, porque el reduccionismo propio del espíritu de geometría es sólo válido para atacar problemas con pocas causas o que afecten a ámbitos reducidos. (Rañada hace aquí alusión a los llamados 'espíritu de geometría' y 'espíritu de sutileza' descritos por Pascal, clic aquí para una explicación detallada de ambos conceptos).


     El científico busca, sobre todo, lo general. No le interesa tanto nuestro sistema solar, como lo que hay de común en todos los posibles sistemas en torno a otras estrellas. Si mira con detalle las propiedades de Venus o Júpiter, es para estudiarlos como ejemplos de dos tipos distintos de planetas, los rocosos y los gaseosos. No puede pensar en un árbol sin rastrear su sitio en el seno del reino vegetal. Por eso busca afanosamente leyes de aplicación universal. En cambio, el artista le interesa este árbol, este monte, este sonido, lo que hay de particular en cada persona o casa cosa y la hace para él, por eso mismo, más preciosa, irrepetible e individual.


     ¿Dónde queda la religión en todo esto? ¿Cómo son sus mapas? John B. Haldane* fue un evolucionista y genetista inglés que contribuyó notablemente a la genética humana. Era un hombre de fuerte personalidad, que se hizo miembro del partido comunista inglés para abandonarlo luego al conocer los crímenes de Stalin y que colaboró con la República española. A pesar de su marxismo militante, mantuvo siempre una postura abierta hacia la religión y publicó un libro en que dice de la religión y la ciencia:


      'Son un modo de vida y una actitud hacia el universo (...). La religión pone al hombre en contacto estrecho con la naturaleza interior de la realidad, sus afirmaciones son inciertas en el detalle, pero suelen contener verdad en el fondo, en cambio la ciencia se refiere a todo, excepto a la naturaleza de la realidad, sus afirmaciones son ricas en el detalle, pero revelan sólo la forma y no la naturaleza real de la existencia. El hombre sabio regula su conducta por las teorías de la religión y la ciencia, a la vez'.


     Imaginemos a un pastor neolítico que mira al mundo y pregunta. Su asombro ante el esplendor del cielo nocturno aumenta cuando ve una extraña lucecita roja que hoy llamamos Marte, moviéndose de un modo peculiar, mientras las demás estrellas mantienen sus figuras permanentes. Mira luego los montes y los animales, le asustan los truenos, siente los vientos y la lluvia, y se pregunta qué hay tras esas extrañas cosas. Quiere responder a la solicitud del mundo y lo hará en consonancia con sus habilidades o sus talentos: quizá no haga nada, pero acaso pinte bisontes, componga canciones o construya una explicación mitológica.


     Pero también puede dar una respuesta científica, intentando captar qué son los cielos, buscando alguna regularidad en los movimientos de Marte, la Luna y el Sol y quizá intente construir un observatorio -lugar, no lo olvidemos, donde la mirada humana, transformada en pregunta, lleva al hombre a ver- en Stonehenge o en Carnac, en América Central o en Mesopotamia. Todas ellas son distintas respuestas ante el mismo asombro.


     Dejemos pasar el tiempo hasta el siglo XVI, cuando Tycho Brahe* construye el primer observatorio moderno y se dedica a anotar los movimientos de la misma luz roja, para que, poco después, su ayudante Johannes Kepler* pueda mostrar en Praga que sigue tres leyes hoy famosas y, gracias a ellas, Isaac Newton descubra su teoría de la gravitación universal. Dos siglos después, Albert Einstein formula una ley aún mejor, según la cual Marte no es atraído por ninguna fuerza, sino que su inercia le hace seguir una geodésica -esto es, una curva de mínima distancia- en el espacio-tiempo curvado por el Sol.


   Parece que ya lo sabemos todo sobre la luz roja: los detalles de su órbita, su masa, su tamaño o la inclinación de su eje, incluso que su color se debe a la limonita de su superficie. Pero no ha disminuido el asombro. A los por qués de antes les han sucedido otros más profundos que van acotando y purificando la misma pregunta de mil caras. ¿Por qué se curva el espacio-tiempo? ¿Por qué sigue Marte una geodésica? ¿Por qué la gravedad tiene la intensidad que observamos? ¿Por qué existen los átomos de Marte o del Sol?... Seguimos donde estábamos. Por eso decía Planck* que la ciencia descubre un nuevo misterio cada vez que resuelve una cuestión fundamental. Y así, cuando un científico se interroga hoy sobre las leyes entre las partículas elementales o el mecanismo de la herencia, o sobre el Big Bang, está haciendo lo mismo que el pastor neolítico. Reaccionar ante el asombro del mundo.



     Podría pensarse que el extraordinario desarrollo de la ciencia, basado en la combinación del método experimental y la aplicación de las matemáticas a los datos de la observación, nos permite hoy conocer completamente la realidad de las cosas, destrozando la validez del mito platónico. No es así. Es cierto que, poco a poco, hemos progresado mucho en el conocimiento de esas sombras (las sombras del interior de la caverna, ver enlace más arriba para consultar una explicación sencilla del mito platónico), determinado sus perfiles con mayor nitidez... Sin embargo, cada vez que conseguimos avanzar algo en ese empeño, aparecen nuevas sombras borrosas e ininteligibles de personas cada vez más lejanas que no podemos comprender.

     El pensamiento científico y la fe religiosa no se contradicen; por el contrario, son dos maneras distintas de acercarse a una realidad que atrae irresistiblemente al hombre pero que sobrepasa su capacidad de entender...  


     La confusión establecida sobre el papel de la ciencia no es el menor de los serios problemas que afronta hoy la raza humana. Si es claro que algunos de los más graves se han acentuado por la aplicación perversa o simplemente imprudente de la tecnología con base científica, no lo es menos que ninguno podrá ser solucionado sin la ciencia. La humanidad debe ser más sutil (espíritu de sutileza, consultar enlace más arriba). La mejor manera de serlo es preguntarse por la relación de la ciencia con las otras formas de conocimiento y por los límites de la objetividad científica cuando se trata de cuestiones vitales que, por su carácter global, se resisten a planteamientos reduccionistas.

     La ciencia amplía inmensamente nuestro conocimiento del mundo y nos acerca a la belleza sublime de las leyes de la  naturaleza. Pero, como actividad o sistema social, se mantiene al margen de las grandes preguntas que sus resultados sugieren. Ésa es una tarea personal, como todo lo que atañe a la libertad, porque mantenernos abiertos a esas preguntas es lo que nos define como personas libres, al nivel más profundo, confiriéndonos una enorme grandeza a pesar de nuestra pequeñez en el universo".


Antonio Fernández-Rañada
Físico español 
Catedrático de la Facultad de Física en la Universidad Complutense de Madrid donde ha ocupado también las cátedras de Mecánica Teórica, Física Teórica y Electromagnetismo



*Demócrito: Matemático y filósofo griego presocrático. Siglos V-IV a. C.

*Isaac Newton, 1642-1727: Físico, filósofo, teólogo, inventor y matemático inglés. Demostró que las leyes naturales que gobiernan el movimiento en la Tierra y las que gobiernan el movimiento de los cuerpos celestes son las mismas.
*Gottfried Leibniz: Matemático, lógico, jurista, filósofo y político alemán. Vivió entre los siglos XVII y XVIII, considerado "el último genio universal". 
*Martin Heidegger, 1889-1976: Filósofo alemán, uno de los más influyentes del s. XX.
*Martin Gardner, 1914-2010: Filósofo de la ciencia estadounidense, célebre escritor y divulgador.
*Kurt Gödel, 1906-1978: Lógico, matemático y filósofo estadounidense de origen austríaco. Uno de los más importantes lógicos de todos los tiempos. Célebre por su teorema de incompletitud.
*David Hilbert, 1862-1943: Matemático alemán, uno de los más influyentes del siglo XIX y principios del XX.
*Karl Popper, 1902-1994: Filósofo de la Ciencia austríaco de origen judío. Autor, entre otros, de
"El Universo abierto", 1985.
*Bertrand Russell, 1872-1970: Filósofo, matemático, lógico y escritor británico. Premio Nobel de Literatura en 1950. (Le aludimos también aquí y aquí).
*Werner Heisenberg, 1901-1976: Físico alemán, célebre por formular el Principio de incertidumbre.
*John B. Haldane, 1892-1964: Genetista y biólogo evolutivo británico. Fue uno de los fundadores de la genética de poblaciones.
*Tycho Brahe, 1546-1601: Astrónomo danés del siglo XVI, considerado el más grande estudioso del cielo, en el periodo anterior a la invención del telescopio.
*Johannes Kepler, 1571-1630: Astrónomo y matemático alemán, siglos XVI-XVII, conocido sobre todo por sus leyes sobre el movimiento de los planetas en su órbita alrededor del Sol.
*Max Planck, 1858-1947: Físico alemán, fundador de la teoría cuántica. Fue galardonado con el Premio Nobel de Física en 1918.


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Disculpen la extensión de este post, pero voy a dejar el blog en barbecho durante unas semanas y quería despedirme con una entrada que les invite a reflexionar hasta mi regreso :-) Todos estos párrafos han sido extraídos del excelente ensayo de Fernández-Rañada "Los científicos y Dios", 2008. (Editorial Trotta, ISBN: 978-84-8164-963-5). En los últimos años he leído muchos y muy buenos libros de divulgación científica, de autores tanto agnósticos como creyentes, pero debo reconocer que ninguno me ha resultado tan esclarecedor como este ejercicio de lucidez y honestidad intelectual de un físico que no teme anunciar en voz alta lo que muchos colegas suyos sólo se atreven a susurrar a puerta cerrada por miedo a que su prestigio social y profesional se vea de algún modo afectado: que la ciencia no es ni ha sido nunca "atea", que la ciencia es uno de los mapas de la realidad que, unido a los otros mapas y apoyado por estos mismos, nos permite edificar una imagen global y comprender cada vez mejor cómo funciona el mundo. 

Si hace siglos la presión social mantenía amordazadas las verdaderas ideas de los científicos agnósticos, hoy día se da el fenómeno contrario: esa misma presión profesional y social hace que muchos trabajadores de la ciencia deístas o teístas -sobre todo los jóvenes, que aún deben hacerse un hueco en un mundo, el de la Ciencia, tan feroz y competitivo como cualquier otro-, mantengan sus opiniones sobre el problema Dios a buen recaudo, en el cajón de lo estrictamente privado, por miedo a ver sus nombres añadidos a la "lista negra" de los herejes, con todo lo que esto conlleva. Me atrevo a decir que, actualmente, en la Europa ultra racionalista heredera de la Ilustración, el científico realmente "revolucionario", es el que se niega a bajar la cerviz obedientemente ante la tiranía del paradigma ortodoxo y consigue liberarse de esa mordaza, en el caso de no estar de acuerdo con los dictámenes conservadores de ese paradigma. Por esta razón, las estadísticas sobre científicos creyentes que aparecen de cuando en cuando en los medios, aunque suelo comentarlas, me parecen tan poco fiables como los sondeos de intención de voto antes de las elecciones, independientemente de que el resultado de esas estadísticas se avenga o no a mis esquemas personales. 

Pero volviendo al libro, Rañada -que en ningún momento se confiesa creyente- escribe con un estilo sobrio y elegante, a veces incluso poético, ayudando en todo momento al lector lego a comprender los tecnicismos propios del argot científico, en un loable esfuerzo por hacer llegar sus reflexiones al gran público. Confieso que muchos de las obras que he leído sobre estos mismos temas dejaban que desear en este sentido. Les recomiendo muy vivamente su lectura y aquí les facilito un enlace a una de las muchas librerías de internet donde pueden adquirirlo.

(Los párrafos transcritos en este post no lo están exactamente en el mismo orden en que aparecen en el texto original y, para economizar espacio, me he permitido resumir algunos de ellos. Por esta razón, si encuentran errores en la construcción gramatical de los mismos, la culpa es sólo mía y no del autor).


Les dejo ya por un tiempo y finalizo con otra reflexión, esta vez del bioquímico español Javier Peteiro que cierra su, también, magnífico libro "El autoritarismo científico" (2010):


"No cabe duda de que la Ciencia es admirable. Ha ampliado nuestra mirada sobre el Cosmos y permite que nos comprendamos mejor a nosotros mismos. Pero esa admiración es la que, si no se somete a control, conduce al cientificismo. En el momento del triunfo, el general romano era acompañado por un esclavo que le sostenía sobre la cabeza la corona de Júpiter Capitolino a la vez que susurraba reiteradamente: 'Respice post te, hominem te esse memento' ('Mira tras de ti, recuerda que sólo eres un hombre'). Muchos científicos y divulgadores de Ciencia necesitarían también oír ese susurro.

La Ciencia ha ampliado la mirada sobre el presente y el pasado, pero no puede hacerlo sobre el futuro por su propia contingencia, porque no sabe a dónde va, aunque sepa de dónde viene. La Historia ha mostrado que la prospectiva científica sirve de muy poco. Si nadie podía imaginar la revolución de Internet, resulta aún mucho más impredecible lo que vaya a ocurrir con la intervención del mundo biológico mediante los transgénicos y la biología sintética o el impacto que tendrá la nanotecnología en la creación de un nuevo mundo sintético e incluso en su interacción con nuestras propias células. Desde ese contexto de imprevisibilidad, puede decirse en sentido genérico que la Ciencia como único referente no es creíble, no puede ser fuente de esperanza, sino sólo un instrumento que se nos está yendo de las manos".


Un saludo cordial a todos, creyentes o no.
Volveré pronto... si Dios quiere 
;-)


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