A veces, la mejor
forma de definirse uno mismo es enumerar aquello que no se es. A mis cuarenta y
cuatro años aún soy incapaz de recogerme dentro de los estrechos límites de un
epíteto, me asombro mirando la etiqueta en blanco y me pregunto si alguna vez
conseguiré acertar con el término adecuado que abarque todas mis coordenadas.
Por eso me extraña tanto que otros consigan “describir” de un golpe de pluma
aquello que es, casi por definición, indescriptible.
Debía tener unos
once años cuando entendí por vez primera en toda su amplitud la teoría de la
Evolución de Charles Darwin. Ya me habían hablado de ello en el cole, era
materia de estudio y, por tanto, lo miraba sólo como miraba las insufribles
fracciones de matemáticas y la lista de los verbos irregulares: con una mezcla
difusa de fastidio, pereza y sorda aversión. Pero fue una tarde de sábado,
mirando lánguidamente en el sofá un libro sobre naturaleza de los muchos que
mis padres tenían por casa, cuando de pronto cayó la venda y pude asimilar al
fin la célebre teoría.
Recuerdo que lo primero que sentí fue
una especie de miedo… Después llegó el asombro, la piedad y, al final, la
aceptación y, sobre todo, el descubrimiento emocionado de que el mundo animal, del
que me sentía rendidamente enamorada, y yo estábamos íntima, biológica e
históricamente ligados… Por fin tenía otro argumento más a mi favor (y
respaldado nada más y nada menos que por la ciencia) para tratar de convencer a
otros de que herir a un animal indefenso era poco menos que herirnos a nosotros
mismos, pues todos procedíamos de un evento inicial majestuoso que dio origen a
la apasionante aventura de vivir. Todos, líquenes, jaguares, rocío, libélulas,
rosas, chimpancés, topacios, lianas, faisanes, garzas… Todos, estábamos
entroncados, entretejidos en la misma urdimbre primigenia, formando una trenza
original e imperecedera en una marcha sobrecogedora desde lo pequeño e
imperfecto hasta la meta ideal de la perfección.
Todos, humanos,
animales, materia, éramos literalmente, “hijos” de Dios.
En ningún momento
tuve ningún problema para compaginar ambas ideas –Dios y evolución-. De hecho,
me parecía y aún me parece que ambos postulados encajan con la precisión
milimétrica con que lo hacen los sillares de un gran edificio. Ahora lo
entendía todo. No sólo eso, a medida que la ciencia va alumbrándonos nuevos
descubrimientos, mi sospecha de que una Mente Inicial extraordinariamente poderosa dio origen al TODO
se va acrecentando por días, del mismo modo que crece mi admiración por el
ingeniero informático que creó mi ordenador cuando el técnico abre la CPU me
muestra todo su intrincado mecanismo y me explica cómo funciona “por dentro”.
Cuanto más sé sobre el “cómo”, más admiro al “Quién”.
Por esta razón para
mí la ciencia no es, ni mucho menos, el Enemigo, sino un aliado de mi fe. Simplemente, necesito a la Ciencia, pues para
que mi fe crezca necesito saberlo todo: quiero saber cómo es posible que la
araña recién nacida sepa tejer su tela sin haber visto jamás a su madre
hacerlo; quiero saber cómo llega la savia a las últimas hojas del secuoya, cien
metros por encima de sus raíces, con la ley de la gravedad en su contra y sin
un corazón que la bombee; quiero saber cómo funciona la “materia oscura” que
colabora en el orden majestuoso del cosmos, quiero saber qué hace que los electrones dancen en torno al núcleo del átomo… Porque a
cada paso, a cada “misterio” desvelado, mi admiración hacia el Gran Arquitecto
hace que mi fe suba varios puntos.
De este modo, Dios
no es el triste “Dios de los vacíos”, sino, muy al contrario, es el rostro
amable y luminoso que aparece detrás de cada velo que la ciencia levanta. El hecho de que algo deje de ser un “misterio” no implica que deje ser
un “milagro”.
Digámoslo, entonces,
con claridad: no sé lo que soy, pero sí sé lo que NO soy; no soy
“creacionista”, no en el sentido en que lo son muchos cristianos que conozco (muchos de ellos amigos entrañables) a los que respeto profundamente, aunque no pueda coincidir con ellos en este y otros puntos. Sí reconozco que si tuviera que explicar a mi sobrino de cinco
años el origen de la vida, me sería condenadamente difícil hacerlo sin recurrir a algunas metáforas poéticas del tipo: “agua, barro, luz,
hágase…” ¿Cómo le explico a un niño tan
pequeño que para que tuviera lugar la vida fue necesario que se unieran un
número considerable de átomos y moléculas? ¿Cómo se lo hubiera explicado la
Mente Inicial a la humanidad en su infancia?
Quizás también tuvo que echar mano de bellas metáforas poéticas… Lo
acepto.
Puedo conceder esto,
pero no puedo conceder una interpretación literal de estas metáforas. No puedo
hacerlo porque creo, como han dicho multitud de filósofos y científicos
creyentes, que si Dios (la Mente Inicial, como me gusta llamarla, a falta de otra
nomenclatura más original) no hubiera querido que usáramos la razón, no nos la
habría servido en bandeja.
Tampoco puedo
aceptar que esta maravillosa ingeniería que somos y nos rodea es un producto del azar ciego, pues sé, como resultado de una observación “empírica”, como
gusta decir a los ateístas, que la “casualidad” no sabe sumar dos y dos, repetir patrones geométricos y, mucho
menos, formar complicadísimas moléculas de ADN, un simple grano de mostaza o cerebros pensantes capaces de diseñar catedrales y naves espaciales, por no hablar de la misteriosa consciencia. Intentad
hacer un viaje a China sin ningún plan previo y después me contáis lo que sepáis
sobre los acertados “designios” del azar.
Es por tanto la
razón, “siguiendo el razonamiento hasta donde quiso llevarme” como dijeron
Sócrates y más recientemente el filósofo Antony Flew, la que NO me permite
aceptar ninguno de los dos postulados extremos anteriores: ni el de los
fundamentalistas religiosos ni el de los fundamentalistas ateos. No hay ninguna
otra motivación “oculta” que me lleve a la postura que actualmente mantengo. Si
“necesitara a un ente imaginario que me proteja”, como alguien me ha insinuado,
los alienígenas bondadosos, los ángeles, los fieles difuntos y una larga corte
de tradicionales “protectores invisibles” estarían siempre ahí, a la mano de mi
fantasía o su supuesta realidad para cumplir su labor de guardianes sin cuerpo
(además, los extraterrestres, ángeles y demás están mucho más de moda que Dios,
pero no seré yo quien se burle de quienes optan por creer este tipo de cosas).
No, no necesito a Dios como escudo ni como arma; lo necesito como hipótesis razonable, como respuesta a una secuencia lógica de preguntas filosóficas, a una incógnita racional que nació conmigo, porque, de otro modo, mis
pesquisas se “atascan” en una
encrucijada sin visos de solución. Fue siguiendo la lógica y la razón como
acabé tropezando con Dios. El miedo lo dejo para asuntos más prosaicos.
Ahora, la pregunta
del millón es: “¿En qué Dios creo?” La respuesta, también lógica, es: “pues en el Único que hay, el de todos”. Reconozco que a lo largo de mi vida he ido
peregrinando por una y otra religión organizada sin acabar de encontrar mi
sitio. Sin ánimo de ofender a nadie, cada vez que asistía a un oficio religioso
de cualquier denominación, al poco tiempo alcanzaba a ver lo mucho de “humano”
que habían “añadido” a lo puramente espiritual... A riesgo de resultar pedante, diré que tengo
un don especial para separar la paja del grano. De alguna manera, me daba
cuenta en seguida de qué “sobraba” allí y qué era primordial. Y casi siempre “sobra” muchísimo, aunque
considero que cada religión es un camino distinto por el que llegar a la misma
meta, del mismo modo que a través de muchas ventanas todos miramos al mismo
cielo, por lo cual todas son igualmente respetables.
Así que al final
opté por lo sencillo, que suele ser siempre el camino más corto: quedarme sólo
con el grano. Todas las religiones, incluso las más extrañas a nuestra cultura,
tienen un nexo común, un hecho éste comprobable que los ateos suelen usar como
arma arrojadiza cuando, en realidad, es un tanto a favor del creyente. Hay
muchas más coincidencias entre el sistema de creencias de un antiguo indígena
americano y un antiguo campesino mongol de las que estaríamos dispuestos a
aceptar, a pesar de los miles de kilómetros que los separaban… Es ahí donde,
creo, está la respuesta. En aquello que es lugar común en todas las religiones
y credos. Ahí está el principio, el soplo originario revelador, susurrado en el
oído de todas las razas que habitaron y habitan la Tierra.
¿De dónde partió ese susurro? Eso es lo que debemos, entre todos, averiguar.
“Todos somos
Uno”, “la Divinidad vive dentro de nosotros”, “trata a tu prójimo como a ti
mismo”… Son tres de los
preceptos comunes a la mayoría de los credos. Empecemos, pues, por ahí, y lo
demás ya se nos irá dando. Como dijo Paul Newman en una de las mejores
interpretaciones de toda su carrera: “Actúa como si tuvieras fe, y entonces
te será dada”. O, lo que es lo mismo, primero hemos de creer y después se nos
permitirá vislumbrar. No al contrario, como se suele pensar.
Este humilde sitio pretende ser únicamente un lugar común más. Una mano tendida al otro en un
intento de acercamiento de ambas posturas que, como aseguran muchos de los
eminentes científicos que aquí citamos, no tienen por qué estar encontradas, a
menos que se tengan “razones ocultas y muy personales” (demasiadas veces, son
simples razones de marketing) para avivar esa confrontación.
Sé que ningún ateo
se “convertirá” por lo que yo le cuente. Sólo cuando esté preparado y
receptivo, si algún día lo está, su Maestro interior (por decirlo de algún modo) le hablará, y eso no
depende, por fortuna, de lo que yo ni nadie le diga, así que me sacudo con
alivio esa responsabilidad que no busco ni acepto.
Mientras tanto, yo
aún sigo creyendo que la concordia entre ciencia y fe es posible, necesaria e, incluso, inevitable. Empezaron su búsqueda de la verdad unidas, y, tras una larga etapa de discordia, el círculo se cerrará y volverán a encontrarse. Es cuestión de tiempo.
Soy Ana, encantada :-)
"La postura de algunos creyentes de rechazar la evolución equivale a
rechazar la información que Dios nos ha dado, la capacidad de entender.
Yo creo que, al darnos la inteligencia, Dios quiso darnos la oportunidad
de investigar y de apreciar las maravillas de su creación. Dios no se ve amenazado por nuestras aventuras científicas".
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"El poder estudiar, por primera vez en la historia de la humanidad, los 3
mil millones de letras del ADN humano –que considero el lenguaje de
Dios– nos permite vislumbrar el inmenso poder creador de Su mente. Cada
descubrimiento que hacemos es para mí una oportunidad de adorar a Dios
en un sentido amplio, de apreciar un poco la impresionante grandeza de
su creación".
Francis S. Collins
Genetista estadounidense
Ex director del Proyecto Genoma Humano
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“Tenemos la posibilidad de
dejar de lado los dogmas malsanos de la religión y del cientifismo. Podemos
abrir la mente y ejercer la razón y la intuición, aproximadamente por igual,
para descubrir lo que somos de verdad. Y así cambiaremos el mundo”.
Doctor Bernard Haisch
Astrofísico, colaborador de
la NASA