Nos levantamos ayer, 12 de agosto, con la triste noticia de la muerte del actor norteamericano Robin Williams. Reconozco que me ha causado una honda conmoción, por lo inesperado, porque aún me parecía un hombre joven, porque admiraba su trabajo y porque, según ha trascendido, Williams podría haberse suicidado como consecuencia de una grave depresión... Apenas podía creerlo; el hombre que tantas veces me hizo reír a carcajadas, que ostentaba una filosofía vital tan optimista, el niño grande de los ojos oceánicos y risueños, era profundamente desgraciado... La pregunta es casi inevitable: Robin Williams ya era bastante rico cuando nació (su padre era un importante empresario de la industria del automóvil), más tarde, su buen hacer en el cine aumentó de forma desorbitada su ya considerable fortuna. Es de suponer, por tanto, que contaba con recursos más que suficientes para costearse el mejor tratamiento disponible actualmente en el campo de los psicofármacos... ¿Por qué, entonces, este trágico final?
Hace algunas semanas, leí una interesante reflexión del bioquímico español Javier Peteiro sobre las posibles respuestas a esta pregunta. No publiqué el texto en su momento porque me pareció que tocaba muy de lejos el tema principal de este blog, pero hoy, aturdida aún por el inesperado fallecimiento de uno de mis actores de culto, creo que podemos abrir un paréntesis para adentrarnos en los oscuros pasadizos de la mente humana y tratar de hallar, junto al doctor Peteiro, alguna respuesta a este enigma y, ya de paso, tal vez alguna esperanza.
"El simplismo cientificista basado en la reducción de lo que no es reducible, tiene dos serias consecuencias en Psicología. Por una parte, un enfoque puramente conductista del comportamiento humano. Por otra, reducir todas las emociones del sujeto a cambios de concentración en determinados neurotransmisores.
En un enfoque conductista ingenuo triunfa una corriente iniciada por Martin Seligman, que preside el Centro de Psicología Positiva de la Universidad de Pensilvania, dedicado al estudio científico de las fuerzas y virtudes que capacitan a los individuos y comunidades a prosperar. Indica que la Psicología Positiva se funda en que la gente quiere llevar vidas satisfactorias y con significado, cultivar lo mejor de sí mismos y fomentar sus experiencias de amor, trabajo y juego. En la página del propio Seligman se tiene acceso a la realización de sus tests de felicidad y al remedio para puntuaciones bajas, ofrecido a través de la lectura de sus edificantes libros (sorpresa, sorpresa :-)). El caso es que la concepción 'positiva' ha calado en el lenguaje diario: no sólo hay que favorecer las energías positivas (como si las hubiera), sino que hay que 'pensar en positivo', se dice. Uno ya no es culpable de caer en tentaciones felicitarias, sino, por el contrario, de no ser feliz y autoestimado. Prestigiosos psicólogos y psiquiatras de nuestro país han contribuido a difundir en libros de autoayuda métodos de pensamiento positivo, con los que podemos alcanzar la necesaria felicidad. Estos psicólogos y psiquiatras 'positivos' asumen que en buena medida su especialidad ya ha cubierto bastante bien la enfermedad, lo negativo, y es hora de mejorar la condición de los sanos para hacerlos felices. Pero tan falaz es pensar en esa felicidad ingenua como asumir que lo más contrario a ella, la depresión, es un problema resuelto.
En el caso de la depresión el cientificismo imperante asume dos postulados: uno es que se conoce la fisiopatología de la depresión y otro es que se sabe cómo tratarla. Pero no hay base científica suficiente para ninguno de los dos.
Se asume generalmente que la depresión obedece a un déficit de neurotransmisores (monoaminas) en las hendiduras sinápticas (lugares de comunicación interneuronal) de determinadas regiones cerebrales. Pero esa es una conclusión cuya base esencial reside en el efecto conocido de los antidepresivos mayoritarios. No hay mucho más. Sólo algunos experimentos en modelo experimental (ratones nadando), mediciones de metabolitos en cadáveres y algunas observaciones de neuroimagen. Pero de todo lo observado y experimentado hasta ahora, la hipótesis de la depresión causada por un déficit de monoaminas sigue siendo eso: una hipótesis. Tampoco otras, como la basada en una hiperactivación del eje hipotalámico-hipofisario en respuesta al stress (casos de maltrato infantil, por ejemplo) o la implicación de otros mediadores tienen de momento suficiente fuerza. Incluso se ha pensado en la posibilidad de una etiología vírica. Sólo desde hace pocos años se está profundizando en el conocimiento de la posible importancia de mecanismos básicos 'río abajo': transducción de señal, factores de crecimiento (BDNF), etc. El caso es que, a día de hoy, no se conoce ningún mecanismo bioquímico que explique adecuadamente por qué una persona se hunde sin causa aparente en un cuadro de depresión mayor.
Los antidepresivos se desarrollaron a partir de observaciones iniciales que indicaban su efecto beneficioso en pacientes deprimidos. Se llevan manejando mucho tiempo y se aceptan dos inconvenientes asociados a su uso, como un tiempo de latencia importante para que empiece a reconocerse su efecto beneficioso y los efectos secundarios que comportan, a veces graves. Por esta última razón, la síntesis de nuevos antidepresivos, basados en inhibir selectivamente la recaptación de serotonina, como el popular Prozac, fue muy apreciada, ya que estos productos parecían tener la misma eficacia de los antidepresivos clásicos y muchos menos efectos secundarios. Nuevos antidepresivos, como los 'duales' o el bupropion, que actúa sobre la dopamina, completaban un aparente gran arsenal terapéutico contra la depresión en sus diferentes formas y grados.
Pero las cosas no parecen ir tan bien. Un meta-análisis reciente mostró que la diferencia, estadísticamente significativa, entre un placebo y los antidepresivos más 'populares', fue clínicamente despreciable y sólo reconocible en casos de depresión severa, y no tanto por una mayor eficacia del antidepresivo cuanto por un menor efecto del placebo. Quizá la crítica más seria hecha a esta publicación resida en que los autores han hecho su estudio durante un tiempo inferior a seis semanas, ya que se aduce que el tiempo de latencia de los antidepresivos podría suponer diferencias clínicas con placebo más manifiestas a largo plazo, pero aun así, sería muy discutible la eficacia de un fármaco que tarda más de mes y medio en mostrar su efecto. El problema no se ciñe sólo a los antidepresivos más novedosos, sino que también se ha dado con los tricíclicos clásicos, como la imipramina.
En ausencia de explicación bioquímica necesaria y suficiente y con tan pobre arsenal terapéutico, persistir en no ver en la depresión más allá de un trastorno neuroquímico, a corregir haciendo que aumente la serotonina o cualquier otro neurotransmisor, equivale a interepretar uno de los más angustiosos dramas humanos, letal en una fracción importante de casos, de una forma ingenua y a la vez dañina.
Quizá sea la depresión en donde el frío enfoque cientificista revele mejor su visión anticientífica del ser humano, de su sufrimiento y del absurdo existencial en el que la persona se puede llegar a instalar".
Paréntesis en gris añadido
Javier Peteiro
Bioquímico y doctor en Medicina
Jefe de la sección de bioquímica del complejo hospitalario universitario de A Coruña
(Clic sobre el enlace para más información sobre el libro)
Otro post sobre la complejidad de la mente, aquí.
El médico, académico y divulgador Ben Goldracre contra la "mala ciencia", aquí.
Otro enlace externo relacionado con la depresión y sus misterios en Ciencia Mundana, no se lo pierdan.
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Robin Williams era creyente y, como este blog va de citas y de Dios, les dejo, ya para acabar, una de sus frases geniales. En una ocasión alguien le preguntó qué le gustaría que el Creador le dijera cuando llegara al Cielo. Robin contestó:
“Tienes un asiento en primera fila... en un concierto a dúo de Mozart y Elvis"
:-)
Descansa en paz, querido Capitán.